lunes, 6 de julio de 2009

Irrealidad


Irrealidad

La sangre burbujeaba dentro del recipiente.
Aún guardaba el calor de la temperatura corporal.
Era agradable al tacto, y con un poco de imaginación, se podía percibir el impulso del latido que la lanzaba de la nada al todo.

Héctor solía quedarse hasta tarde en el hospital.
Le encantaba jugar con los restos indeseables que tan prohibidos tenía por su psiquiatra.

Sus últimos progresos le habían permitido diferenciar la realidad de la irrealidad, o eso le había hecho creer a sus médicos, que muy contentos se frotaban las manos en busca de un popular premio por la recuperación de asesinos en serie.

Pero él no era un asesino en serie. Al menos no en su realidad.

Aún recordaba el primer día que utilizó sus tijeras. Era sólo un niño, pero la carnicería que montó con la mascota de su vecino le hizo consagrarse como el terror del barrio.

Había escuchado muchos calificativos en su nombre. Los más llamativos los apuntaba en una pequeña libreta con las esquinas del papel dobladas.
Le fascinaba la naturaleza humana y su insospechada capacidad de llegar al más sinsentido absurdo por motivos desconocidos.

De hecho, nunca llegó a comprender cómo pudo confundir ese caniche con su propio brazo.
Sus padres no tuvieron más remedio que ingresarle en aquel centro. Fueron de los mejores años de su vida. Conocer a tanta gente tan dispar, con una visión de la existencia tan excéntrica y conmovedora le abrió los ojos ante la vida.

Ojos que ahora miraban directamente a su brazo.

Las cicatrices eran notoriamente visibles, y cada día que se despertaba le volvían a recordar lo mucho que los sentidos nos engañan.

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